domingo, 30 de agosto de 2009

VUELO DE BAUTISMO

Aguardaba con Luisa la hora prevista para el embarque. Salta me esperaba a dos horas de vuelo, mientras las modernas instalaciones del Aeroparque, llenas de gente, nos cobijaban esa mañana de otoño.
En el tedio de la espera mi mente divagaba…
Ahora tengo diez años y mi hermana, que está conmigo, siete. Papá nos ha llevado a un pequeño aeródromo en las afueras de Buenos Aires, en una localidad costera llamada San Fernando. Mi madre, Adela, también ha venido esa mañana de sábado.
Ahí estamos los cuatro, esperando que aparezca en la pista el Píper, avioneta monomotor de cuatro asientos que por ahora está guardada en un hangar. Momentos después se nos acerca un hombre joven, alto y rubio, que es el piloto del Píper. Es Jorge Huttner, novio de una compañera de trabajo de mi padre. Luego de saludar, nos dice: --Ya saco la avioneta y nos vamos--. –Cómo no, Jorge—contesta mi viejo, orgulloso de ser amigo (en realidad, era apenas conocido) de un aviador que a los dieciocho años, en mil novecientos cuarenta y cinco, había volado y combatido para una ya casi inexistente fuerza aérea nazi.
Corre el año mil novecientos cincuenta y dos, y no hacía mucho tiempo Huttner, siguiendo una costumbre de posguerra muy alemana, había llegado a la R. Argentina de Perón a iniciar una nueva vida, huyendo de su país en ruinas.
Era la primera vez que Luisa volaba, y estaba tranquila. Yo había hecho algún vuelo comercial por razones laborales, y con mi actitud despreocupada le transmitía serenidad. “Pasajeros del vuelo 4112 a ciudad de Salta, presentarse ante la puerta de embarque número dos”, ordenó la voz desde los parlantes. Ascendimos por las escaleras mecánicas hacia el lugar indicado.
Ahora aparece en la pista puro cemento el pequeño avión pintado de amarillo con sus letras y números identificatorios, la única hëlice a miles de giros por minuto y las tres pequeñas ruedas.
Una vez ubicado el aparato, desciende Jorge y se nos acerca:--La señora se va a tener que quedar—dice apenado, en un castellano entendible enmarcado en su gutural acento. –No puedo llevar más que cuatro--, agrega. Adela no se contraría. Nunca ha volado y no le interesa mucho hacerlo. –Vayan Uds.--dice. –Lo principal son los chicos--.
Avanzamos por el túnel de embarque y entramos al aparato. Es un air-bus para cabotaje con capacidad para ciento veinte pasajeros. Buscamos nuestros asientos y nos ubicamos. Luisa me mira y sonríe, serena.
Mi padre va en el asiento del acompañante del piloto. Ana y yo embelesados, pasmados, vemos y sentimos cómo el aparato levanta vuelo. Pronto mi madre, parada a la puerta del hangar, es apenas un muñequito, un puntito allá abajo.
Nos espera una hora de vuelo dando prolongados giros, tomando como centro la pista de aterrizaje. Cada época tiene sus mitos, sus fabulaciones no científicas sobre la salud y la enfermedad. En los primeros cincuenta una de ellas afirmaba que un viaje en avión favorecía la cura de la tos convulsa, y por eso mi padre se había tomado el trabajo de gestionar ese pequeño vuelo, aprovechando el noviazgo de su compañera. En cuanto a la enfermedad, yo había sido el primero en contraerla, no tardando en contagiar a mi hermana.
No recuerdo si me curé inmediatamente de la tos, pero les aseguro que el viajecito fue emocionante.
A las dos hora de vuelo la moderna nave descendía en el aeropuerto de Salta. ¿Cómo te sentíste? pregunté a Luisa cuando nos preparábamos para salir del aparato.
--Excelente—me dijo. --Ahora ya no me gustaría viajar de otra forma--

CARLOS. 5/09.


¿OCUPACIÓN O TRABAJO?
UNO


Me veo en el espejo y no me gusto. Ese pelo largo que quiere ser lacio y no puede; la altura mediana, mucho busto y algo de barriga. Las piernas, cortas y regordetas, que rematan en tacos altos.
Con dejar de mirar basta. Me calzo el vestido corto –cortito- y agradezco que estemos a principios de abril: no sufriré frío. Como dice la Sofía la mercadería hay que mostrarla, sino estamos jodidas.
Son las cinco y cuarto. En una hora tengo que estar en Solís y Cochabamba donde paro con las chicas. Esto de vivir en Guernica y trabajar en Constitución jode bastante, pero no hay otra. Desde las seis y media hasta las dos de la madrugada hay que estar, esperar, caminar. Hay que atender a los autos que piden precio. Una vez hecho el levante ir a los hoteles, después volver al puesto. Viernes y sábados se pasan rápido, pero hay que estar todos los días. Algunos lunes me quedo: estoy molida y descanso todo el día.
A la mañana duermo. Duermo pesadamente como si estuviera muerta, hasta la una. Juancito se levanta temprano. Trabaja en un taller de tornería y antes de irse toma mate con pan o galleta. A las siete y media se pianta. Al rato se va la vieja –tan vieja no es: tiene cuarenta y nueve. Ahora está trabajando por Caballito. Quedo yo con Oscarcito que va al cole a la tarde, y Miriam.
En tiempo de verano –aunque es calurosa- la casilla anda al pelo. Con una garrafa de diez nos arreglamos para cocinar y calentar agua para lavarnos. Juancito se baña en el taller y yo siempre que puedo me baño en los hoteles. Los demás se arreglan
con una tina chica. En invierno no hay frazada ni estufa que alcancen
Miriam tiene dieciséis y empezó segundo año del nacional de Glew. En la primaria repitió y no quería ni oir del secundario. Yo le rompí las bolas para que fuera. Resulta que como en el fondo me admira me hizo caso. Hasta aprobó en marzo dos materias que se había llevado de primero. Como buena adolescente no sabe lo que quiere y pensó en empezar con lo que yo hago. En cuanto me lo dio a entender la frené y le dije que ella tenía que estudiar. No es que me haga la moralista, pero prefiero que termine el secundario y haga la vida normal de una chica. Que se case o qué se yo.


DOS
A veces se da que comemos todos juntos en la mesa de la casilla. Entonces Juancito me mira como para decir o pedirme algo. Una vez me dijo que había un puesto para atender un maxiquiosco cerca del laburo de él. Cuando me habló del sueldo me reí, tratando de no ofender. –Yo saco el doble de eso, a veces más- le dije. Es lógico que no le guste lo que hago, pero él sabe que lo tengo cortito. Que se meta en sus cosas.
En relación a lo que piensa la gente me acuerdo que una noche cayó uno a pie. Vestía como todos con zapatillas y jean pero no era ningún pendejo. Arreglamos el precio y fuimos para el hotel. Una vez allí me empezó a hacer preguntas: - ¿tenés familia?¿qué hacen tus hermanos?¿y tu vieja? Yo, sin perder mi sonrisa pintada, lo frené. –Señor, usted me va a pagar por acostarnos y hacer lo que quiera. Deje a mi familia tranquila que usted no la conoce-. Contestó que quería saber cómo era el ambiente en que vivía. –Mi ambiente es mío- le dije –levante los brazos que le bajo el pantalón-.
Cuento esto porque para mí un cliente es sólo eso. Los hay suaves y caballerosos, y otros que son guarangos insoportables. Pero sé como tratarlos. Ahora, que me quieran arreglar la vida no lo acepto. ¿Para qué quieren saber de mi familia si van a pagar por mi cuerpo? Lo que falta es que los evangelistas y los moralistas se hagan clientes de las putas.

TRES
Oscarcito es inocente como cualquier pibe chico. El padre es gasista y vive por Temperley. A veces lo viene a buscar y lo lleva en la camioneta al Parque de la Costa o al zoológico. Para no estar es bastante cumplido y cada tanto le deja al nene un sobre con plata para que se lo dé a la madre.
Yo no sé dónde está mi viejo. Por mí puede estar muerto, para lo que sirvió.
En cambio Mario, el padre de Juancito y Miriam, de vez en cuando llama al taller y pregunta cómo están. O se junta con Juan en algún bar para verse, y manda guita para Miriam. Además los reconoció, llevan su apellido.
En casa todos, menos Oscarcito, saben a qué me dedico. La vieja no está de acuerdo pero sabe que es inútil que se meta a opinar y me deja tranquila.
Hubo uno en la villa que me quería para casarse. Como futuro de vida no me atraía en lo mínimo. Jesús era un buen tipo, trabajador, pero a juntarme con un pobre albañil prefería seguir en lo mío Cuando se lo dije de frente durante unos días se quedó piola. Después una tarde me encaró cuando yo me iba. Dijo que ya que lo rechazaba se quería acostar conmigo pagando. Le contesté que en la villa no trabajaba, que yo trabajaba en hoteles y que si quería me buscase por Constitución. Nunca vino. Y era verdad: ningún hombre ha entrado a la casilla para encamarse conmigo. Mi familia es sagrada.

CUATRO
Me metí en el puterío porque me salió fácil. Con Leonor, después de los dieciocho, nos avivamos que era una especie de trabajo por cuenta propia. Patrones hay: la cana, los hoteles. Pero cuando se conoce el trabajo no hay muchos problemas. A los borrachos sabemos cómo tratarlos, y sino está el celular para llamar y pedir ayuda. Desde el hotel mandan a alguien que los raja, y de no, los cagan a trompadas.
Yo trabajo con dos hoteles. Tengo que dejar una suma mensual en cada uno, como todas. Con eso arreglan al comisario y listo. A veces cae un patrullero en las paradas y hace como que nos llevan. Al otro día estamos otra vez en la esquina, firmes como rulo de estatua.
Hay que cuidarse: que el forrito por aquí, que el forrito por allá. Con una sonrisa y de buenas maneras pero exigir que se lo coloquen. Todos hacen caso, y el que no chau y gracias.
Indigna cuando nos cuentan de los travas que llevan a la televisión. Los empilchan y los pintan como artistas y todavía los entrevistan. ¿Qué les pasa a los porteños con los travas? ¿son todos putos?
El trabajo en sí es bastante rutinario. No habría gran cosa para contar, y tampoco hace tanto que estoy en esto. Lo más raro que me pasó fue una vez que nos vinieron a buscar dos tipos. Querían cuatro chicas para una fiesta de la Cámara del Automotor o de los concesionarios de autos, o algo parecido.
Era un viernes a la tarde y nos teníamos que presentar a eso de la medianoche. Dejaron una seña y a la hora pactada nos bajamos de un taxi en la calle Lima al trescientos. Nos esperaba uno que nos llevó en ascensor hasta un piso. Había ocho o diez tipos y se veía por los restos de comida y botellas en una mesa que ya habían festejado, aunque no parecían estar muy en pedo.
Dejamos las carteras y enseguida nos pidieron que bailáramos en corpiño y bombacha con ellos. Al ratito apareció uno con una filmadora y empezó a filmar. Quisieron que nos acostáramos en el piso y moviéramos las piernas. Podían tocarnos o besarnos pero nada más. La penetración en una orgía se permite únicamente con forro y allí nadie parecía querer usarlo.
Al rato alguien gritó: ¡Viene Joaquín! Mientras tomábamos algo con las chicas vimos que hacían entrar a un pibe, mogólico, que no tendría ni veinte años, y lo sentaban, en bolas, en un sillón. Después pidieron que nos moviéramos delante de él, provocándolo. El tipo se nos quería abalanzar, pero cada vez que se levantaba lo tomaban de los brazos y lo volvían a sentar. Se desesperaba y pedía que lo dejaran libre para agarrarnos. Mientras tanto todos se reían y se burlaban de sus esfuerzos. ¡Las chicas no te quieren, Joaquín! le decían. Estaba completamente al palo pero no lo dejaban acercarse, cosa que les debíamos agradecer a esos hijos de mil putas. Después de hacerlo desear y burlarse de él durante varios minutos se lo llevaron.
Terminamos la noche chupando y bailando todos desnudos. Ya muy tarde hubo dos que nos llevaron en coche hasta Constitución, donde nos pagaron lo arreglado.

CINCO

La vieja nunca llegó a prostituirse. Los hijos que tuvo con diferentes hombres fueron cosas que le pasaron en su vida. Laburó siempre de doméstica, lo que no tiene nada de malo. Su desgracia fue que con los hombres tuvo el sí fácil. Ahora dice que no quiere saber nada de sexo. Por lo menos un nuevo hermano ya no creo que me dé.
No quiero que Miriam haga la calle. No es para ella. Va a sufrir con las miserias que se ven. Mientras pueda le voy a bancar el estudio y no voy a permitir que se dedique al yiro.
Un sábado al mediodía Juancito trajo a la novia para que la conociéramos. Se acercó a mi cama, me despertó y me pidió que me levantara para presentarla. Se llama Nancy y se quieren juntar pronto. Parece que en la casa de ella les dejarán hacerse una comodidad. -¿Y para cuándo?- pregunté. –Yo entré de cajera en el supermercado el mes pasado-dijo Nancy-así que por ahí en unos meses…
-Ojalá- les dije sinceramente. Además sin Juancito en casa estaríamos más cómodos, pensé, pero no lo dije.
Juancito se casa pronto. Oscarcito va al colegio, Mirian-aunque sin ganas- también. A mí me gustaría largar lo que hago al llegar a los treinta. Conocí dos o tres chicas que encontraron buenos hombres y dejaron la calle. Por Constitución pasan miles de tipos. Puede ser que alguno se enamore de esta gordita teñida y también yo lo presente un día en casa, para avisar que me voy a juntar con él.
Hasta podríamos hacer una fiesta y todo.

CARLOS. 6/09



CASI UN TANGO



-1-
Vivía en una casa vieja –ahora les decimos “chorizo”-con su madre.
Con cuarenta y siete años, su oficio era encuadernador. En las paradas de diarios del barrio lo conocían bien y cuando se requerían sus servicios allá iba él a retirar fascículos, revistas o libros para encuadernar.
Hijo único, le faltaban muchos años para jubilarse, mas pagaba mensualmente la cuota mínima del monotributo, lo que le aseguraba una obra social y un futuro retiro.
Su madre, vigorosa hija de gallegos, contaba con la pensión del finado, apenas un par de cientos por arriba de la mínima. Así que ambos unían sus ingresos y podían mantenerse, pagar impuestos y servicios de la casa propia, vestirse sin ostentaciones, y poco más.
Los que lo conocían lo llamaban Aladino. Nadie podría afirmar si era un seudónimo o un improbable nombre real; hasta su madre lo llamaba así.
Dedicaba a su ocupación tres o cuatro horas diarias. Miraba televisión, tomaba mate con su madre y después de las cinco rumbeaba para el bar de la esquina, “La Viña”, donde
pasaba sus dos horas largas. Tomaba café, jugaba al dominó y se trenzaba en las discusiones sobre la última fecha del fútbol y la campaña de Platense.
Hacía años había habido una novia. Luego ruptura y nada más. Encuentros casuales del tipo “toco y me voy” se presentaban cada tanto, pero nada que lo conmoviera.
-Quiero que te cases- pedía la madre. Ël no contestaba: si bien reconocía que siendo cada vez más grande se alejaba de la oportunidad de armar un matrimonio, aún no había perdido las esperanzas. Era cuestión, se decía, de encontrar la contraparte.

-2-


“…Fina caridad de mi rutina, encontré tu corazón en una esquina...”


La casa de materiales para encuadernación estaba en la calle Perón a la altura de Congreso, Iba por allí tres o cuatro veces por año a reponer papeles, colas y cartones
Esa tarde de invierno hacía mucho frío. Con las solapas del sobretodo subidas hasta las orejas y la bolsa de los materiales avanzaba por Montevideo hacia la plaza. De un hotel familiar salía una muchacha: jeans y camperón la defendían del frío. Los dos venìan con sus pensamientos y se produjo el choque de cuerpos.
-Perdón- dijeron al unísono. Luego ella preguntó: -¿plaza Congreso queda para allá?-señaló el camino que seguía él. –Sí, a dos cuadras- contestó Aladino. Ella sonrió con simpatía –soy de San Luis y no conozco nada. Aunaron el paso y él preguntó -¿de vacaciones? –No, soy licenciada en trabajo social y empleada del gobierno y vinimos con dos compañeras a un congreso sobre asistencia social a menores. –¡Ah!- dijo él, y siguieron caminando. Después vio la cámara de fotos que ella llevaba colgada al cuello le dijo –ahí en la plaza hay mucho para fotografiar, empezando por el edificio del Congreso y el monumento que está enfrente. En la otra punta de la avenida de Mayo tiene la plaza de Mayo, la casa de gobierno, el cabildo, la municipalidad, la pirámide de Mayo, la plaza Colón-. –Me está apabullando- contestó ella. –Sola no voy a poder con todo.
Trató de calcularle la edad: entre treinta y treinta y cinco, concluyó. –Si quiere la ayudo- bromeó. –Como quiera- contestó ella sonriendo con picardía. Él: ¡Cómo no! ¿Por dónde quiere empezar?
A pesar del frío y de la bolsa la acompañó. Tomaron fotos en toda la zona del Congreso. En varias el motivo era ella misma con algún fondo reconocido y él sacaba la foto. Cuando terminaron ella preguntó: ¿Y para cuándo la plaza de Mayo? –Hoy no va a poder ser. Yo tengo que viajar un buen rato hasta Saavedra, donde vivo- contestó. -¿Y mañana? Parecía que lo estaba levantando ella. –Si arreglamos- dijo él. –Déme el teléfono de donde para o de su celular y yo la llamo. En ese momento eran dos personas recién conocidas que planeaban actos en conjunto. Después de darle los números le preguntó por dónde volvía al hotel. Él se lo indicó y luego dijeron mutuamente: -hasta mañana-, sin darse la mano.
La miró con ojos evaluativos mientras se alejaba. Estatura mediana, pelo negro corto, buenas ancas, andar ágil. Le gustaba.

-3-


Se encontraron al mediodía siguiente y la llevó a conocer la plaza de Mayo. Le mostró la casa de gobierno, el Cabildo, la Catedral, y todo lo que hubiera de interesante para mostrar. Para las dos y media le propuso -¿querés comer algo?- . –La verdad es que tengo hambre. La cercanía física al caminar y actuar acercaba tambièn sus espíritus. Cuando salieron del pequeño restorán él se animó a colocar su mano derecha sobre el hombro de ella. Luego dijo: -vamos para Puerto Madero, no te imaginás lo que es.
Esa tarde descubrieron que se gustaban. Que casi, casi, estaban enamorados. Los días siguientes todo el tiempo en que ella no estaba ocupada en su trabajo se lo dedicaba a él. Aladino no se animaba aún a proponerle ir a un hotel. Se besaban y se acariciaban en un banco de la plaza Congreso antes de que ella lo dejara, a la noche.
Como todo llega, también llegó el día en que ella debía volver a su provincia. -¿Vas a venir pronto?- Ella no sabía. -¿Y si venís vos? Respondió vagamente –No sé, el trabajo, mi vieja, puede ser. –Te mando correos por la computadora- . –No tengo-. dijo él. – Escribámonos- insistió ella -hablemos por teléfono-. -Sí, querida-. Se besaron con pasión. Temblaban de deseo. Él pensó que era mejor así, ya habría tiempo más adelante.

-4-


“¿Adónde fue tu amor de flor silvestre?¿Adónde, adónde fue después de amarte?”


Ella volvió a San Luis de la Punta a la mañana siguiente. El avión llegó al mediodía y a las dos de la tarde desde su habitación lo llamó. –Llegué bien, querido. Esta noche acordate de mí, soñá conmigo. Esos pedidos, para él tan especiales, lo llevaron a prometer –muy serio- cumplirlos. -¿Cuándo vendrás a verme?- . –Mi mamá sola no se puede quedar, ya veré como hago. –Te espero- dijo ella antes de colgar.
Fuego que no se alimenta se apaga. Aladino no iba a San Luis y ella no tenía que venir a Buenos Aires. Hubo varios llamados –para aquí y para allá- y después un tácito ¿qué hacemos? ¿en qué estamos?, y un día no hubo más llamados.
Para esa época Aladino cumplía cuarenta y ocho años.

Los epígrafes pertenecen a versos del tango “Trenzas” -1944- de H. Expósito y A. Pontier.



UN PERFUMERO

Al mediodía de los días de semana nos encontrábamos en el Paulista de la avenida Corrientes. Mi trabajo por ahí cerca, en Sarmiento, me dejaba libre una hora y media antes de recomenzar las tareas de la tarde.
Gladis era chiquita, suave al hablar y nos conocimos por coincidir en el horario del almuerzo. Yo sentía que estaba enamorado y que debía demostrarlo.
Un día le propuse que a las seis y media nos encontráramos para caminar algunas cuadras. A veces llegábamos hasta Callao, donde ella tomaba el ciento veinticuatro hacia Villa del Parque.
En esa época florecían las perfumerías en las calles del centro. O los porteños éramos muy perfumados o los perfumes no costaban lo que ahora.
Una tarde mientras íbamos por Corrientes le dije a Gladis: -entremos aquí, que quiero regalarte algo- Salimos con un perfumero color rojo oscuro con vaporizador que despedía un delicado aroma. –Que lo disfrutes- le dije al tiempo que le daba un beso en la mejilla.
Durante varias semanas ese perfume a jazmín presidió nuestros encuentros del mediodía y de la tarde.
Cierta vez me dijo –se terminó el bouquet que me regalaste-. Le pedí que trajera el perfumero para llenarlo nuevamente. Después de eso, por esas cosas del azar, quedó en mi poder.
Gladis perdió su trabajo y dejó de venir al centro, por lo que yo debía dos o tres veces por semana ir hasta Retiro y tomar el tren hasta Villa del Parque. Nos veíamos y paseábamos por el barrio. Ella me decía que estaba buscando empleo, hasta ese momento sin éxito. Pero un día me habló a la empresa para contarme que la habían llamado para un trabajo en Munro. Eso fue como un golpe de gracia. No supe qué hacer ni qué decir.
Resolví no llamarla más. ¿Pudo más la comodidad que el amor? ¿O en realidad el cariño se había evaporado como el perfume? No lo sé. Miro el perfumero vacío y recuerdo lo que no pudo ser.
CARLOS. 8/09

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